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jueves, 3 de enero de 2013

Petite Berlín

¿No se acuerda de dónde vive? Sí, Berlín, la habitación 213 es la tuya. Esta chica cada vez está más loca.-decía mientras caminaba sobre un lúgubre y largo pasillo.
Caminé hasta mi habitación, la 213. Solía estar en la 215, pero quise cambiar hace un par de días, me agobiaban aquellas cuatro paredes que escribían una historia demasiado...no sé, romántica al principio pero, ya se convirtió en una amargada y triste. Y yo ya no estaba para esos trotes, como habría dicho mi madre. Demasiados llantos a la noche y gritos al amanecer. Dependiendo del día, a mis vecinos apenas se les escuchaba discutir, quizás algún -cállate- de mala manera o algún llanto de cría desconsolada y parloteo entre muñecos que tomaban vida con la pequeña de la casa. Eso, sí tenías suerte. Porque recuerdo días que no importaba la hora, era un infierno. Solía empezar el día a eso de las 5:47, mi vecino se levantaba temprano para ir al trabajo. La ducha, y a los cinco minutos, un-¡Joder, el agua, quiero ducharme! ¿ O es que nadie me entiende en esta puta casa?- Esto hacía revolucionar la casa cada santa mañana. Creo que hasta el gato se desquiciaba desde buena mañana. Seguido de gritos entre la pareja y la cría llorando , no acuden en su rescate y esto hace que se enfade aún más, aumenten los gritos entre los dos grandes y que  la pequeña comience a chillar. Era la casa de los locos. Y yo sin apenas abrir los ojos le daba al "play" . Sino me ponía los cascos, intentaba llegar al modo en que no escuchara los gritos pero a la vez me dejase dormir un poco más, cosa que nunca surgía, o una cosa o la otra. Tras esta disputa mañanera todo se relajaba. Siempre me gustaba sentarme en el sillón que pega a la pared de papel pintado, algo antiguo y descolorido.  Tras comer ponía la música muy flojita y me mudaba a otro mundo. La peque de la casa de los locos solía jugar a esa hora. Me encantaba oír su historia. Tenía mucha imaginación y me solía sacar una sonrisa. Unos días hablaba del mar, otros de ciudades hasta de nombre desconocido, los solía inventar. Al otro lado de mi habitación vivía una chica que lloraba cada noche. Y ni te cuento en las noches de luna llena, no había quien la consolase. Me comía la curiosidad. Desde que me mudé allí y la escuchaba llorar quería saber el por qué. Recuerdo el día en que con más miedo que vergüenza me atreví a tocar a su puerta a eso de las 2 de la madrugada. Era una chica muy mona. Llevaba un vestido clarito con un cinturón a juego con los zapatos y la pinza que le sujetaba el pelo. Con los ojos tristes y una sonrisa tímida me invitó a entrar.